Adolfina

Paul entró en su despacho privado y se miró en el espejo que estaba cerca a la puerta. Parezco de la corte del Rey Luix XV, pensó. Se arregló la peluca blanca y se sentó en la silla que tenía frente a su escritorio. Escuchó unos golpes y dijo:

Adelante

Se abrió la puerta y devolvió al tintero la pluma que había tomado instantes y se levantó

Pase, Padre Juan. Lo he esperado tanto.

Se abrazaron y luego tomaron distancia para examinarse el uno al otro.

¡Ah, Paul! El tiempo no pasa por usted, sus ojos azules brillan igual que siempre y se nota que se ejercita mucho.

El hombre se quitó el embozo y ahora fue Paul quien examinó el rostro pálido bajo la barba negra:

Tampoco ha cambiado tanto—Le dijo—sus ojos siguen igual y sus cejas oscuras casi no han encanecido—y para sus adentros se dijo: Su mirada es más vivaz y se nota que no ha hecho trabajos duros, sus manos siguen blancas y bien formadas.

Lo que más me admira es que siga con sus inseparables sandalias de cuero,

¡Hombre! Sigo siendo Jesuita.

Paul notó que estaba cansado y le preguntó:

¿Cómo estuvo el viaje?

Difícil, me ha tomado dos años llegar acá.

¡Dios mío, tanto tiempo! Se da cuenta que si es tan difícil viajar va a ser imposible el trabajo que hemos hecho todo este tiempo, pero siéntese.

El padre se sentó en una butaca ancha y el francés le sirvió una copa de licor. El jesuita bebió despacio y al cabo de un rato de silencio, dijo:

No se deje desanimar, Paul. Hay que tener paciencia, Recuerde que esto es el otro lado del mundo.

El fin del mundo diría yo.

El hombre permaneció sentado y con voz calmada y firme dijo:

El tiempo tiene su tiempo y hay que saber atraparlo, no es cuestión de desesperar. Usted ha hecho suficiente como para que la idea se corporice, hay mucha gente luchando por lo que soñamos.

Paul se detuvo junto a la ventana y dijo:

Tiene usted razón, no queda más que esperar.

Desde su sitio, junto a la ventana, Paul vio a Adolfina atravesar el patio y detenerse junto a la pileta de piedra, se sentó en el borde y metió sus manos en el agua. Tiene un talle estrecho, es bonita se dijo a sí mismo mientras la observaba por la ventana. El jesuita se acercó y vio a la esclava refrescándose con el agua de la pileta.

No la había visto desde esta perspectiva—Dijo Paul acariciándose la barbilla.

A veces el espíritu necesita de vistas así, una flor más en el jardín del marqués.

Vieron a Ismael llegar a la pileta y acomodarse el sombrero. El francés dijo:

Mejor nos olvidamos del asunto, parece que un hombre mejor dotado que nosotros se nos ha adelantado.

Y qué puede importarnos, son solo esclavos.

Es el esclavo favorito del marqués y ella la única amiga que tiene la marquesa por el momento.

Qué le vamos a hacer

Los dos se alejaron de la ventana y se sentaron alrededor de una mesa redonda que tenía planos y dibujos

Me dijo que el marqués ya estaba construyendo la torre.

Están haciendo los últimos arreglos, los interiores, la pintura…

Sí, sí. Lo más demoroso—El jesuita examinó los dibujos con interés y dijo—Tengo todo lo que el marqués necesita.

No se emocione con lo que va a cobrar.

No, pero son instrumentos caros, costó tiempo y esfuerzo transportarlos hasta acá.

Pero actúe con mesura.

El marqués va a pagar encantado, son tesoros los que tengo para enseñarle. Lo conozco y sé que un telescopio Dollond vale más que la perla más rara.

¿Qué tiene de especial el telescopio Dollond?

John Dollond descubrió que combinando ciertos tipos de vidrio y de curvaturas, la aberración esférica sí podía corregirse, ya no se usa tanto el telescopio de Newton. Este telescopio es lo último en tecnología. Ya verá, no va a regatear—Dijo el jesuita inclinado sobre los dibujos.

Los dos hombres hicieron cálculos y programaron la llegada de los instrumentos para que los viera el marqués.

Mientras tanto, Mariana y Adolfina decidieron subir a la loma que parecía cercana, como no conocían el camino se perdieron y regresaron a la parte del parque donde los indios estaban adecuando el entablado para la plaza de toros. Una de las indias más jóvenes se alejó de los demás para buscar un hacha que los peones habían dejado arrimada a un capulí. Mariana codeó a Adolfina y le dijo:

Vamos a decirle que nos acompañe.

¿Su merced cree que le den permiso?

Vamos a ver qué pasa.

Las dos corrieron hacia donde estaba Pastora y le interceptaron el paso.

Alabado amita su mercé—Dijo Pastora arrodillándose ante Mariana.

Ven con nosotras—Le hizo una seña para que se levante—No conocemos el camino a esa loma —Le señaló el lugar con el índice.

Pastora obedeció a la marquesa y las tres corrieron por el jardín hasta encontrar el camino; se sintieron libres por los chaquiñanes de chilcas y menta salvaje. Se sentaron al borde de una acequia y metieron los pies en el agua, Pastora las observó y luego de un momento las imitó. Se acostaron sobre la hierba, a la sombra de un capulí.

Vean ese pájaro con alas cerradas—Mariana señaló las nubes.

Yo veo un elefante— Adolfina señaló una nube que parecía tener una trompa perfecta.

¿Cómo sabes como es un elefante?

Los he visto en las ilustraciones de sus libros.

Pastora se había recostado con timidez mirando con fascinación las nubes que le señalaba la marquesa que le preguntó:

¿Cómo te llamas?

La joven se sentó y bajó la cabeza, se entrelazó las manos y no pudo contestar.

¿Cómo te llamas?—Volvió a preguntar Mariana que se sentó frente a ella mirándola con insistencia.

Mírame a la cara, es mala educación no ver a los ojos cuando alguien te habla.

La joven indígena se puso a temblar, tenía la orden terminante de no mirar nunca a los ojos de sus amos. Mariana, a punto de enojarse se dio cuenta de su sufrimiento y le dijo:

Sólo tienes que decir tu nombre, si no me quieres ver no importa.

Pastora—Contestó con voz tan baja que casi no se oía.

Pastora, qué bonito nombre. Me gusta que te llames así.

Pastora la miró con ojos agradecidos, una sonrisa se dibujó en su cara quemada por el sol y el viento.

¿Vives con tu mamá?

Pastora dijo que no con la cabeza y después de un largo rato en el que Adolfina y Mariana no dijeron palabra, contestó:

Vivo con marido.

Estás casada…Como yo. Mucho mejor que vivir con las mamás.

¿Cómo se llama tu marido?—Preguntó Adolfina.

Juan Andrés, amita patronita—Contestó Pastora atemorizada por el color de la esclava.

Se recostaron nuevamente para sentir el paso del día y el vuelo de los pájaros que se cruzaban sobre las flores azules de los chímbalos, las rojas de los pucauchas y las amarillas de los cholanes. Se escuchó el aleteo de los quindes y el latir del corazón de una tórtola escondida entre las hierbas altas.

¡Qué hambre!—Dijo Mariana sentándose.

Tenemos que regresar—Contestó Adolfina.

¡Qué pereza y qué pena! Estamos tan bien aquí. Ojalá pasara alguien con comida, ya me imagino a Ismael con una sopa de lluspas.

Pastora, llena de timidez, sacó un bulto de la shigra que le colgaba de la espalda y lo extendió sobre la hierba, las otras se sentaron y se abalanzaron sobre el tostado, los chochos y las papas, les pareció delicioso y luego la siguieron a una chorrera de agua helada, bebieron sujetándose las trenzas. Pastora se trepó a un capuli y les arrojó los frutos.

No te preocupes que nosotros te guardamos los tuyos, sigue agitando las ramas—Dijo Mariana que ya tenía un montón de capulís sobre la manta sucia.

Mariana miró los pájaros huyendo de las ramas y sintió cerca suyo el aleteo oscuro de los chiguacos. Emprendieron el regreso cuando el sol se estaba ocultando, Pastora apresuró el paso.

¿Pastora, qué pasa?

Pastora la regresó a ver con ojos asustados y corrió con todas sus fuerzas. Las otras no la pudieron alcanzar.

¡Adolfina, Salvador Lujano está arrastrando a Pastora y castigándola con el látigo!—Gritó Mariana que se había quedado inmóvil y miraba a lo lejos, luego emprendieron el regreso con mucho susto.

Llegaron a la casa, Rebeca las recibió agitando las manos y gritó:

¿Dónde han estado? No saben la angustia que hemos pasado, gracias a Dios que el patrón todavía no llega.

Mariana la empujó y pasó de largo hacia sus habitaciones y se sentó en el borde de la cama con la cabeza entre las manos, el pecho le pesaba tanto que se encorvó. Escuchó el galope del caballo de Gregorio y el de sus acompañantes y sintió más opresión en el corazón.

Gregorio desmontó y dejó las riendas de su caballo a manos de dos indios, uno se arrodilló para quitarle las espuelas. Entró con paso firme al corredor donde lo esperaban sus sirvientes, entregó el poncho de alpaca a Rebeca y el sombrero a Ismael.

¿Cómo ha estado todo por aquí?—Preguntó mientras se lavaba las manos y la cara en la lavacara con palangana que estaba en una esquina del corredor.

Rebeca, que había entregado el poncho a una sirvienta, vertió el agua de la jarra sobre las manos enjabonadas del marqués. Le dijo:

Todo bien, su merced. La marquesa nos hizo pasar un buen susto porque se fue de caminata con su esclava temprano en la mañana y acaba de regresar muy trastornada, parece que algo la afectó.

Gregorio se encaminó a sus habitaciones y se encontró con Mariana que se secaba las lágrimas con un pañuelo, tenía hierba en el cabello y lodo en los zapatos. Se acercó lentamente y cuando estuvo frente a ella le dijo:

¿No me saludas? Acabo de llegar y ni cuenta te das.

Mariana se puso a temblar aún más al ver su figura imponente, entonces él se sentó a su lado, le levantó con cuidado la cara y le dijo:

Estás más sucia que la Pancha, la puerca de Rebeca.

Ella lo miró con sus ojos aguados y tomando valor le dijo:

Gregorio, pedí a Pastora que nos acompañe a la excursión y tu mayordomo, Salvador Lujano, le cayó con el látigo y la arrastró por el camino pedregoso, se la llevó para encerrarla no sé dónde.

A ver, Mariana. No entiendo lo que me estás diciendo, mezclas las palabras con lágrimas—Bajó la cabeza para verle mejor los ojos que lo rehuían—Si te entendí, te llevaste de paseo a la Pastora y ella se olvidó del trabajo que estaba haciendo.

Mariana asintió y contestó:

Yo no sabía que estaba trabajando y que no podía alejarse ni un momento.

Así es, se castiga al que no cumple con su deber—Gregorio se apartó.

Las últimas palabras de Gregorio la llenaron de angustia, se acomodó hasta quedar frente a él y con las manos en posición de súplica imploró:

Por favor, Gregorio. La pobrecita a lo mejor está muerta por mi culpa, por favor, por favor no quiero que la castiguen.

Gregorio guardó silencio por un rato, su mujer intercedía por una empleada que nunca antes había visto, le dijo:

Voy a dar la orden para que la liberen a ver si así dejas de llorar.

Pero hay que curarla, debe tener la espalda destrozada.

A ver, cuéntame quién es.

Mariana se secó las lágrimas y la nariz con el pañuelo limpio que le entregó Gregorio y aclarando la voz dijo:

Adolfina y yo queríamos ir hacia la loma que queda cerca de la casa pero no sabíamos qué camino tomar, dimos vueltas y regresamos al mismo sitio—Se sonó la nariz y continuó—Vimos a Pastora sola junto a un capulí, le pedí que nos acompañara y ella me obedeció con tanta alegría que me encantó—Dejó de llorar y ahora hablaba como recordando lo que pasó.—Nos llevó por senderos con flores, pájaros y una acequia de agua limpia donde metimos los pies, luego nos dio hambre y ella sacó un paño amarrado lo puso abierto sobre la hierba y compartió con nosotros su almuerzo.

¿Qué comiste, Mariana?

Habas, chochos, tostado y unas papas.

¿Alcanzó para todas?

Adolfina y yo comimos casi todo, ella apenas probó un tostadito y luego se subió al capulí para sacudir las ramas y comimos capulís hasta hartarnos. Después parece que se acordó de su trabajo y regresó corriendo, no pudimos ayudarla cuando el capataz la arreó a latigazos, estábamos lejos y no me escuchó.

¿Sabes si es casada? Lo pregunto para ubicarla y ayudarla.

Sí, está casada con alguien que se llama Juan Andrés.

Gregorio la atrajo hacia su pecho y la besó en la frente, luego se levantó y agitó una campana para llamar a Ismael. El esclavo entró al instante y tuvo que hacer un esfuerzo para disimular la impresión que le causó la marquesa con el pelo revuelto y el rostro lloroso. Se inclinó para recibir las órdenes del marqués que le dijo:

—Anda al troje y habla con el Salvador, le dices que quiero que la Pastora, la mujer del Juan Andrés, salga inmediatamente del calabozo y que la traigan acá a la casa. Después le dices a la Hortensia que le arregle un sitio para dormir en la cocina, atrás de los fogones donde no moleste.

Entiendo, su merced, es el sitio donde duermen a veces los sirvientes que vienen con las visitas y donde duermen los mayordomos cuando se les hace tarde para regresar a las haciendas.

Exacto, donde están los cuartitos, quiero uno sólo para ella.

Mientras Gregorio daba las órdenes para salvar a Pastora, Mariana recordó el látigo de Salvador Lujano y sintió miedo de que la anduviera buscando por la casa para devolverla al calabozo. Le pareció un hombre peligroso que tenía toda la autoridad del mundo sobre la pobre, que no había hecho más que obedecerla. Es mi culpa, pensó. Si yo no la hubiera llamado estuviera a salvo en su casa.

Cuando se quedaron solos, Gregorio levantó a su mujer y la besó en los labios, ella se puso de puntillas para alcanzar su boca. Durante la noche, despertó con escalofríos y se pegó a Gregorio que la abrazó mecánicamente porque continuaba durmiendo. Puso atención a lo que sucedía a su alrededor y se dio cuenta que comenzó a llover. En la oscuridad de la noche, cuando suceden cosas secretas, el campo se limpió de toda impureza y ella sintió un dolor profundo.