bailarina

Lima 1729

Era una tarde calurosa cuando a Gregorio le cambió el rumbo de su vida, los cascos de los caballos golpearon el empedrado y un pequeño espejo se desprendió de la parte superior del coche. Se enderezó y vio su imagen cansada balanceándose en el reflejo del cristal. Sacó la cabeza por la ventana y preguntó.

¿Qué pasó?

Caímos en un hueco.

¿Necesitas ayuda? los hombres nos alcanzarán en poco tiempo.

No señor. Los caballos saben como hacerlo, será cuestión de minutos.

Que sea rápido, quiero llegar a tiempo al almacén.

El cochero logró salir del bache, arrancó a paso vivo y unos jinetes armados galoparon tras ellos. Gregorio cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre el respaldar acolchonado. Sintió bajo sus pies las piedras del adoquín y guardó el espejo que reflejaba su rostro entre vaivenes. Sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:

¡Más rápido!

Mientras tanto, el dueño del almacén Polvos Azules dormitaba recostado en la silla de su escritorio. Se despertó cuando una mujer con el rostro tapado golpeó en la mesa. Abrió los ojos somnolientos y preguntó:

¿En qué la puedo servir?

Primero haga el favor de despertarse.

El hombre se levantó, se arregló la casaca y se fijó que una niña iba de la mano de la señora.

Quiero ver el paño azul y la ropa de la tierra.

¿Lo que viene de Quito?

Sí.

Vengan conmigo.

Las dos lo siguieron a un aparador donde se exhibían cobijas, mantas, colchas y otros géneros de lana.

¿Esto es todo? Yo busco el paño azul, ya se lo dije.

¡Ah! Aquí tenemos el mejor, es una maravilla—Desplegó un rollo del paño azul mientras decía—Este es el que viene de Quito.

Ella pasó su mano por la tela y dijo:

Es bello, pero lo veré en otro momento, hoy ando tras unas camisas para los sirvientes del palacio.

¿Del palacio…?

Del palacio de la marquesa de Maenza.

En ese momento un asistente se acercó y susurró al oído del tendero:

Afuera está el coche de don Gregorio Matheu de la Escalera, seguro viene a cobrar.

¿No está José con él?—El tendero se llevó al muchacho a una esquina.

Las mujeres los miraron cuchichear.

José ya está aquí revisando todo, el señor viene solo—Señaló con la vista a un hombre que escribía en un escritorio.

Quédate con las clientes, voy a atenderlo—Salió a recibir al joven quiteño que abrió la puerta en ese instante.

José dejó la pluma en el plumero y preguntó:

¿Qué pasó?

Su patrón acaba de llegar.

José vio a su jefe y se puso de pie pero éste le ordenó con la mirada que no lo importunara así que regresó a encargarse de las cuentas.

Gregorio se reclinó sobre el aparador e hizo un inventario mental de lo que le interesó para llevar a Quito. Sus ojos iban de una estantería a otra hasta que encontró a la niña que jugaba a tomar té con las muñecas. La respiración se le aceleró al ver la finura y gracia de sus movimientos. Esto es lo que he buscado toda la vida, pensó y se quedó como una estatua. Un poco más allá la mujer, que lo había visto, dejó la camisa que tenía entre sus manos y se llevó a la niña fuera del almacén. Las observó partir asustadas y sintió una extraña sensación de plenitud. No creo que estoy en mis cabales, pensó.

Afuera, la mujer tomó a la pequeña de la mano y le dijo:

Tenemos que caminar rápido, Mariana. Tu madre nos espera.

—¿Por qué tenemos que salir corriendo? Yo quería que me compraras el juego de té ese tan bonito para ponerlo en la repisa de mi cuarto junto a mis muñecas—Trató de seguir el paso.

Apresúrate. ¿no te fijaste en el malhechor que estaba en el almacén?

No había nadie, estábamos solas, creo que te has vuelto loca, se lo voy a contar a mi madre para que te despida.

¿Para que me despida? Gran Dios lo que tengo que oír—La jaló de la mano con más fuerza—Tu madre debería agradecerme todos los días por ayudarla y soportarte. Hoy mismo pongo la renuncia.

El joven miró por la ventana a la niña que corría para seguir a la otra. Don Carlos se le acercó y le dijo:

Veo que está pensando en comprar algunas cosas, me puede dejar una lista con lo que quiera que le separe.

No, todo lo tengo aquí—Se tocó la sien con el índice y mirándolo fijamente le dijo—Ahora, pasando a otro tema quiero que me diga quiénes eran las tapadas que estaban aquí.

Venían a comprar camisas para los sirvientes de la marquesa de Maenza.

Seguro que la niña es la hija de la marquesa.

Me imagino que sí, a lo mejor es Mariana.

Cuénteme sobre la marquesa, no la he visto en las reuniones que he tenido en Lima.

Casi no sale porque está en bancarrota, su finado marido no le ha dejado más que deudas.

Entiendo–Se apoyó sobre la mesa alta y dijo–Recuerdo vagamente a mi padre contar sobre el marqués y su obsesión por el juego y las mujeres.

El joven firmó los recibos y preguntó:

¿Le pagaron los comerciantes de la Calle de las Mantas?

Sí, don Gregorio, en la caja que lleva José está todo lo recaudado. Los productos de la tierra están en alza.

 Gregorio alzó una ceja, el tendero le explicó:

Su mercancía es legal y fácil de vender, algunos comerciantes compran de contrabando en los galeones, lo hacen por la noche en unas embarcaciones pequeñas que se adentran en el mar y luego desembarcan en sitios apartados para continuar el viaje por caminos desprotegidos. No pagan impuestos, lo suyo es legal.

El joven se despidió y entró en el coche junto a José y la caja del dinero. Los hombres armados montaron sus caballos y los escoltaron hasta llegar a uno de los palacetes de Lima, el portero abrió las rejas de entrada y avanzaron por la avenida bordeada de árboles. Observó por la ventanilla el parque cuidado y el estanque rodeado de sauces llorones. Al llegar, saltó del coche y subió las escalinatas sin prestar atención a los sirvientes que lo saludaron, se olvidó de José y del baúl custodiado. Entró en su dormitorio, se dejó caer sobre la cama y cerró los ojos para recordar a la niña que había visto en el Almacén Polvos Azules

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Ilustración Roberto Bonifaz